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LA EXPLORACIÓN DEL CAÑON EL INFIERNILLO

Arturo Robles
Texto: Arturo Robles
Fotografías: Carlos Avelar

En un lapso elusivo, pero ubicado entre 2010 y 2011, se desarrolló la exploración del cañón conocido como El infiernillo. Los protagonistas de este episodio fueron dos camaradas míos y un servidor, cuyos nombres mencionaré a su tiempo.

Hubiera querido que la exploración se resolviera de un modo tan rotundo como el título que arranca esta historia pero no fue posible. Nuestro recorrido por el cañón fue entrecortado en tres fechas distintas.


La primer noticia que tuvimos sobre la barranca nos la dio un cañonista experimentado llamado Roberto Hardy. La segunda nos la dio un mapa de curvas de nivel. El infiernillo era una raya negra y ondulada entre muchas otras.


Una vez identificado el sitio, lo único que hicimos fue acentuar gradualmente el zoom de nuestra atención sobre el mismo punto. Después de todo, ¿qué es explorar si no esto?


Imaginamos la propia persona en la punta del dedo y señalamos el sitio exacto de la carta a donde debíamos ir. Lo que en el papel fueron líneas punteadas, era ahora una carretera que nos condujo a la sierra gorda de Querétaro. Merodeamos los alrededores de Pinal de Amoles. Lo que en el mapa de curvas de nivel parecían montículos de capas delgadísimas de manzana sobrepuestas, se revelaban como montañas enormes. Lo que fueron puntos negros eran pueblos esparcidos por la sierra. Prospectar el cañón fue sumergirnos en el plano y aterrizar en la maqueta.


En términos de exploración no soy más que un iniciado que debe preguntarlo todo. Se me enteró de que prospectar tiene como fin dar respuesta a preguntas clave: ¿dónde comienza el cañón?, ¿dónde finaliza?, ¿hay escapes?


Para mí, prospectar se parece al instante en que un gato evalúa los peligros posibles al acercarse al tazón de leche que le pusimos enfrente. Por encima de las preguntas técnicas resuena otra: ¿estará mi capacidad a la altura del recorrido?



Amanecer en la sierra

Nos conformamos con una certeza práctica: lo que creímos un barranco, eran dos: Calzón de lana y El infiernillo. Argumenté que ambos cañones son el mismo río pero se me ofreció un argumento alterno: “el caudal se engarganta dos veces, por tanto, son dos cañones distintos.” Acepté la explicación porque el verbo engargantarse me convenció. Engargantarse era angostar los límites cobrando profundidad y peligro. Se antojaría que esta característica fuese humana antes que geográfica.

La primer garganta concluía unos 500m antes de un puente derruido que en sus buenos tiempos conectó a un pueblo llamado Derramadero de Juárez con la otra mitad del mundo. La segunda terminaba en el sólido puente de Santa Águeda.


Aprovecho ahora que el último giro del zoom hizo aparecer nombres propios para decir los nuestros. He aquí los integrantes de la exploración:

Carlos Avelar, cañonista oriundo de Cuernavaca quien adolece de un entusiasmo bipartido entre el cañonismo y el motociclismo, Antonio Escribano, maestro de producción de TV y radio, a quien sus alumnos no le acaban de creer del todo que se dedica a estas cosas, y Arturo Robles (un servidor), hombre que ha reducido a dos las cucharadas del café y que hoy paga las facturas de haberle perdido el miedo a la comida frita en un pasado ya lejano.


Los 3 exploradores

Por encima de amables diferencias en multiplicación, coincidimos en que la edad nos vedó los patios de juego para niños en los restaurantes. El remiendo que aplicamos a esta carencia fue intercambiar las albercas de pelotas por pozas azules, las resbaladillas de plástico por rampas de piedra y la colación de caramelos por carne seca inmasticable.


Nuestro primer intento formal de recorrer el cañón tuvo lugar en diciembre. Había norte y la niebla era tan densa que parecía una catedral de mármol recién pulverizada.


La persona que nos recibió en su casa, hombre de gran poder de síntesis, nos resumió la falla capital de nuestra estrategia: “esta no es la mejor época,” nos dijo. Imposible no creerle. ¿Quién no creería en la palabra de alguien llamado Auxilio?, nombre por demás conveniente para encaminarnos a lo incierto por una vereda que la falta de uso estaba volviendo inexistente.

Escape en La poza verde

En aquel viaje recorrimos cinco tiros que la neblina y el tiempo volvieron fantasmales. El último de ellos desembocaba en una poza de color tornadizo; la gente de la región le llamaba poza verde. Nosotros la veíamos azul. Era el único escape hasta el momento y no encontraríamos otro hasta terminar Calzón de lana. Lo cual fue afortunado porque nos fue necesario usarlo.


Toño se había lesionado una costilla durante el trayecto y ya rapeleaba sin queja pero con dolores, así que decidimos fugarnos por la vereda.


Volvimos a bajar ese mismo tiro unos meses después. Toño había vuelto porque era el principal promotor de todo esto y porque es uno de esos tipos que detesta dejar cosas inconclusas, Carlos, porque sentía su sangre la de Aquiles, y yo, porque explorar un sitio llamado el infiernillo era algo que debía hacerse por meras razones poéticas, pero antes había que explorar el cañón con el impredecible nombre de Calzón de lana.


Calzón de lana es un barranco que se hace más famoso mientras menos gente le visita, pues los rumores de su existencia agrandan las expectativas de recorrerle; y como los rumores le vienen bien, he aquí algunos: este barranco tiene una cantidad considerable de tiros. Al más notorio de ellos le calculamos sesenta metros, pero lo más digno de mención dentro de Calzón de lana no es lo que hay en él, sino lo que en él no se encuentra. Carece de todo signo humano como ningún otro que yo haya visto antes. Es una enorme garganta de roca donde el silencio y la soledad son tan nítidos que al lanzar una palabra al aire casi se pueden ver ondas semejantes a las que provoca una piedra que cae al agua.


Conforme descendíamos yo iba trazando un mapa que nunca tuvo fines de ser enmarcado en mi cuarto sino de un mero registro inmediato. Vaya, que sirviera como la proporción gráfica del episodio que vivíamos y darnos el lujo de asombrarnos de nuestro propio avance. Cada vez que terminaba de trazar el último segmento de lo que llevábamos recorrido, aparecía sobre nuestras cabezas un letrero gigantesco que decía: Ud. está aquí.


Terminamos de recorrer Calzón de lana casi al anochecer. La barranca se abría, se desengargantaba, digamos, y comenzaron a abundar sitios idóneos para dormir.

Un buen vivac

Elegimos el que consideramos mejor y nos dispusimos a pasar una de las peores noches que tendremos en nuestro tiempo de vida. No paró de llover.

Amanecimos disminuidos y empezamos a caminar con más ganas de un sillón que de un barranco.

Más adelante, un derrumbe que siempre me pareció enorme daba inicio al Infiernillo.


Cinco tiros después encontramos la fuga hacia la derecha que conduce a la población conocida como El Sauz de Guadalupe. No continuamos ese día. Ya no teníamos comida y a Toño y a mí se nos habían agotado también las fuerzas. Decidimos abandonar la empresa muy a pesar de Carlos que andaba de piedra en piedra aceleradamente, como si tuviese ante él un permanente semáforo en amarillo.


La última parte del cañón la hicimos tiempo después. Me refiero al sector de la barranca que todos los que han ido conocen y que hoy en día ha cobrado un caris turístico.


La fuerza centrífuga de la vida diaria ha hecho que pierda de vista a mis dos camaradas pero cuando llegamos a coincidir sale al tema el haber tenido el privilegio de andar este recorrido.


No estoy seguro de qué decimos que somos cuando nos decimos exploradores. Para mí no hay diferencia entre aquel que se interna en una jungla y el que abre un diccionario por curiosidad. El niño que se adentra por primera vez en el ropero de su abuela está explorando tanto como el que desciende una caverna intacta, pues ambos, más que buscar cosas nuevas por ver, están buscando un nuevo modo de ver las cosas. Quien intente esto con frecuencia, frecuentemente estará explorando.



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